PREPARANDO EL FIN DEL MUNDO (II)
Muy buenos días, Queridos Soñadores.
Siguiendo con la intención de desentrañar los misterios que
esconden las páginas de la antología 20 relatos del fin del mundo, hoy puedes
leer un relato entero; se trata de El Mundo de los Niños Perdidos, de Laura
Tejada.
El relato de Laura quedó finalista en el concurso “Yo
sobreviví al fin del mundo” organizado por la Editorial Otros Mundos.
Leed y después me decís qué.
¡No tiene desperdicio!
El mundo de los niños perdidos
por
Laura Tejada
Finalista
del concurso Yo Sobreviví al Fin del Mundo
Cuando los primeros rayos de sol comenzaron a filtrarse
entre el ramaje del bosque, el sonido de unas pisadas quebró el mortecino
silencio de la mañana. Las botas de piel se hundían en la nieve con cada paso
que daba su dueña, cuya silueta, oscurecida por el color negruzco de sus ropas,
manchaba la blancura casi total que reinaba en la helada espesura.
Finalmente, al llegar a su destino, se detuvo.
Con un suspiro cansado, se agachó para contemplar más
cómodamente lo que tenía ante sí. Sus rasgados ojos color tierra, enmarcados
por una pálida tez femenina, observaron con satisfacción la presa capturada por
la trampa que ella misma había dispuesto la tarde anterior.
Era una liebre de pelaje mullido y bien alimentada que,
junto a las dos ardillas que ya llevaba a buen recaudo en su zurrón, le daría
de comer durante varios días.
Erika, que así se llamaba la joven, no podía estar más
satisfecha. Durante el invierno era muy difícil encontrar algo que llevarse a
la boca, sobre todo cuando contaba con tan escasas horas de luz para moverse
por el bosque. En alguna ocasión se había encontrado a la intemperie tras el
anochecer, pero no había sido por su propia voluntad. Nadie en su sano juicio
salía al anochecer.
Nadie que quisiera seguir con vida.
La noche pertenecía a los Carroñeros; así era como Erika los llamaba. Después de que la
enfermedad se extendiera por todos los rincones del mundo; después de que miles
de millones de personas murieran infectadas y las ciudades quedaran desiertas; incluso
después de que cualquier resquicio de civilización se consumiera; mucho, mucho
tiempo después, los Carroñeros eran el mayor miedo de cualquier ser humano tras
la enfermedad.
Se movían en grupos, de unos cuatro o cinco componentes,
en su mayoría hombres, y vagaban como nómadas, aprovechando la oscuridad para
cazar animales y saquear personas. Erika los había visto en más de una ocasión.
Había presenciado cómo robaban y asesinaban, y había visto lo que les hacían a los
niños...
Todos sabían que eran ellos, los niños, los que
transmitían la enfermedad. Cuando la muerte se desató y llegó el fin de todo
cuanto conocían, los adultos dejaron de protegerlos. El terror a infectarse provocó
que a muchos de ellos los dejaran atrás, a merced de los Carroñeros y a
sabiendas de que estos los ejecutarían en cuanto los encontraran.
Era una realidad dura, pero era la realidad. De hecho, Erika
ya ni siquiera recordaba cómo era el mundo antes, solo sabía cómo era ahora: solitario,
frío y cruel. No había pasado, ni futuro. Lo único que importaba era el
presente, y la única regla imperante era sobrevivir. Por eso Erika se
arriesgaba a salir de su guarida cada amanecer y se mantenía oculta durante la
noche. Por eso se sentía tan contenta mientras recorría el camino de regreso a
su cabaña, con aquellos animales muertos a buen recaudo en su zurrón. Tener
alimento para dos o más días enteros era todo un privilegio, significaba que no
tendría salir ni encontrarse en peligro. Sin embargo, aquella mañana, el
peligro estaba a punto de encontrarla a ella.
Frente a la entrada de su pequeño refugio camuflado por la
nieve, vio una figura menuda que intentaba hallar un modo de entrar
desesperadamente. De inmediato, Erika desenfundó su cuchillo y muy lentamente
se acercó al intruso, procurando hacer el menor ruido posible. Lo cogió de la
parte de atrás del abrigo y lo apartó de la cabaña con un fuerte empujón,
arrastrándolo más de un metro de ella.
Sorprendida por lo poco que pesaba, Erika no dejó de
amenazarlo con su arma, dispuesta a defender su guarida con uñas y dientes.
—No te
atrevas a dar un solo paso —le
amenazó al ver que se levantaba y se disponía a huir—. Date la vuelta —le ordenó.
Entonces, cuando el escurridizo intruso se volvió hacia
ella, mirándola directamente, sintió que el corazón le daba un vuelco.
Era un niño.
Tendría unos doce años y parecía alto para su edad. Estaba
muy delgado y tenía un rostro infantil de piel pálida, nariz pequeña y mejillas
recubiertas de pecas. Varios mechones de cabello negro se adherían a su frente
sudada, cruzando el celeste de unos ojos endurecidos por el paso del tiempo que
se afanaban en ocultar un temor profundo y angustiante.
Durante un momento, el silencio tejió una red de dudas y sorpresa
entre ambos, y Erika sintió que el miedo la embargaba. Hacía casi un año que no
veía a un solo niño; y aquel podía estar infectado… Incluso el mismo aire que
los dos respiraban podía estar infectándola a ella en ese preciso instante.
—Enséñame
el pecho —le
ordenó, aún con el cuchillo en la mano, pues todos sabían que el primer síntoma
de la enfermedad era la aparición de rojizas pústulas por todo el torso.
El niño, nervioso, pareció dudar un segundo, pero luego
abrió su abrigo y sus ropas con resignada obediencia, mostrándole la blanca
piel de su desnutrido cuerpo, completamente sana en apariencia.
Erika estuvo a punto de decirle que se marchara, pero
entonces oyó unas voces gritar en la lejanía y miró al chico alarmada,
descubriendo en él una mirada de pavor y súplica. Supo, sin mediar palabra, que
los Carroñeros lo estaban persiguiendo. Su frente estaba perlada de sudor y su
respiración agitada, como si hubiera estado huyendo toda la noche. También
comprendió, al mirar aquellos celestes ojos aterrados a punto de quebrarse en
lágrimas, que le estaba pidiendo ayuda.
Erika se debatía entre un terrible dilema: si ayudaba al
chico se arriesgaba a infectarse y a que los Carroñeros la mataran al creer que
estaba enferma, pero si lo abandonaba, ellos lo ejecutarían como a un animal.
Su mente se convirtió en un hervidero de sentimientos y
raciocinios que luchaban febrilmente por alzarse vencedores, pero los gritos que
clamaban la cabeza de aquel niño estaban cada vez más cerca; se le agotaba el tiempo…
—¡Ahí está!
—exclamó uno de ellos, que acababa de
verlos.
Llevada por un
impulso, Erika cogió al chico del brazo y comenzó a correr todo lo rápido que
fue capaz. Mientras los dos avanzaban desesperadamente, sabiendo que huían por
sus vidas, oyó el estruendoso sonido de un arma al dispararse y al instante un
terrible dolor apuñaló a Erika en el costado, arrebatándole un grito de dolor.
Pero ella no se detuvo, siguió corriendo sin soltar al chico, negándose a
morir.
Por suerte para
ambos, la espesura del bosque se hizo más intensa a medida que lo atravesaban y
encontraron refugio en la ladera de una escarpada pendiente repleta de árboles,
cuya forma cóncava les haría invisibles a ojos
de sus perseguidores. Los dos permanecieron allí varios minutos, atentos
a cualquier ruido, hasta que, tras lo que pareció ser una eternidad, los
Carroñeros siguieron adelante y se perdieron en la lejanía.
Erika intentó
levantarse, pero subestimó el dolor de su herida y volvió a caer al suelo
profiriendo un quejido.
—Déjame ver —le
dijo el chico acercándose a ella.
—No me toques —le
espetó con brusquedad.
El chico entrecerró
ligeramente sus ojos celestes con gesto indignado.
—Solo trato de
ayudarte —le recordó.
—¿Ayudarme? —dudó
Erika con una risa sarcástica mientras se levantaba muy lentamente—. Es por tu
culpa por lo que estoy herida y posiblemente infectada.
—¡Yo no estoy
enfermo! —bramó él con el rencor aflorando en su voz.
—Eso no lo sabes. —Cogió
su zurrón y se dispuso a regresar a la cabaña.
—¿A dónde vas? —le
preguntó el chico—. Si vuelves te encontrarán. —Erika siguió caminando con
lentitud—. Eres una ilusa si crees que los Carroñeros no han saqueado y destrozado
ya tu refugio.
La joven se detuvo,
impotente al saber que llevaba razón, y se giró hacia él con una expresión
severa.
—¿Y qué pretendes
que haga? ¿Acaso tienes tú un lugar mejor al que volver?
—Sí —respondió con
seguridad.
—¿De veras? ¿Y qué
lugar es ese? —le preguntó de forma hostil.
—Es un campamento.
Está en una isla, al norte de aquí. —El chico se levantó y sacudió la nieve de
su ropa—. Allí tienen medicinas; curan a la gente. Y tú necesitas que te curen,
porque sabes tan bien como yo que con esa herida no pasarás de este día.
Erika miró al
muchacho repleta de rabia y resignación al comprender que, en su estado,
necesitaría su ayuda si quería sobrevivir. Requirió de un largo momento para
asimilar la situación en la que se encontraba.
—¿Cómo te llamas?
—inquirió ella al fin, con la voz impregnada de desidia.
—William —le dijo
él, acercándose.
—Pues si quieres
llegar a ese campamento vas a tener que ayudarme a caminar, William.
El muchacho se puso
a su lado y la sostuvo por la espalda, dejando que ella se apoyara sobre su
hombro.
—¿No vas a decirme
tu nombre? —quiso saber él.
—Erika —dijo quedamente—.
Mi nombre es Erika.
Y sin decir una
palabra más, ambos emprendieron la marcha hacia el norte, donde la muerte podía
estar aguardándoles. Erika no creía que existiera tal campamento, y si existía,
dudaba que pudiera confiar en quienes lo habitaban, pero no tenía más opciones:
necesitaba medicinas si no quería morir. Por ello, caminó ayudada de aquel
chico durante toda la mañana, deteniéndose únicamente a tomar un bocado para
recuperar fuerzas.
William cocinó la
liebre que ella había cazado y fue en busca de agua. Cuando reanudaron la
marcha, volvió a colocarse a su lado para ayudarla a caminar y no se quejó una
sola vez del peso que cada vez recaía con mayor insistencia sobre sus hombros.
Al llegar la tarde,
la joven había perdido todo color en sus mejillas, tenía escalofríos y estaba
tan débil que apenas se percató de que, tras alcanzar la costa, varias personas
acudían en su ayuda y hablaban con William de lo que había sucedido.
Erika oía sus voces
en la lejanía, como si se hallara sumida en un mar profundo, y sentía que su cuerpo
se mecía apaciblemente sobre una recia superficie.
—Vamos…, tienes que
aguantar —le decía William, mojándole el rostro para que volviera en sí.
Ella abrió los ojos
con esfuerzo y pudo ver que se encontraba en una barca llevada por un
desconocido. Asustada, hizo el débil ademán de huir, pues creyó que se trataba
de un Carroñero, pero en ese instante distinguió el lugar al que se dirigían y una
absoluta perplejidad la invadió.
Más que un
campamento, lo que se erigía sobre la isla parecía una pequeña aldea habitada
por un centenar de personas. Pero lo que casi la dejó sin aliento no fue aquel lugar,
sino que en él, corriendo y jugando como si nada importara, vivían niños. Niños
que colmaban el aire con sus risas preñadas de inocencia y felicidad; niños que
no se escondían, a los que nadie temía. Niños siendo niños.
A Erika le pareció que
la vida la llenaba de nuevo y una lágrima se deslizó por su mejilla. No podía
dar crédito a aquella imagen. Era como si, de repente, pudiera existir un
futuro; como si el fin del mundo se hubiese desvanecido para dar lugar a un
nuevo comienzo y por primera vez se pudiese albergar un resquicio de esperanza.
Entonces sintió que una mano aferraba la suya y vio los celestes ojos de
William sonriéndole. Unos ojos ancianos e ingenuos al mismo tiempo, repletos de
la vida que aún les quedaba por vivir.
Una preciosidad de relato, normal que quedase finalista. Me ha encantado la verdad. Enhorabuena a Laura por estas magníficas palabras. A un rato lo subo a mi blog.
ResponderEliminarMuchas gracias por la primicia Joan.
Un abrazo.
El mérito no es mío, Rebeka.
EliminarEs de Otros Mundos!!!
Muchísimas gracias por subirlo al blog y también a Rebeka por sus halagos. ¡Gracias!
ResponderEliminarUn placer, Laura.
ResponderEliminarY gracias a ti por este relato tan bueno.
Gracias por dejarnos disfrutar de este relato! Muy bueno!
ResponderEliminarBesotes!!!